Locaciones que me inspiran. Final

La Fuente de Albear, alrededor de los años 20 del siglo XX.

Puede ser en un atardecer, a media mañana, pero nunca en las noches. Ya las noches huyen delante de mí. Las noches cada vez más peligrosas y yo intento convencerme que del terror, soy el causante. Así que mi percepción de las locaciones que me inspiran diurna, o en las últimas horas del atardecer. Contra toda penumbra, sin embargo, aún persisten en sus señales.

No es nada complejo captarlas, solo necesito un poco de tiempo en reposo o en buen estado de ánimo. Sin cierta tranquilidad en la locomoción y en el espíritu, tales señales no surten el efecto que deseo. Esto es, muchas veces, difícil. Tanto en la Fuente de Albear, el incorpóreo Paseo del Prado, como los submarinos hundidos, las señales se pueden perder en el deterioro actual o en su desaparición.

Ausencia

Las cosas perdidas por la desidia en la arquitectura de la ciudad, deben de tener todo el derecho de la resurrección. Antes, reclamar a la justicia un «proceso de declaración de ausencia» y obtener una sentencia acorde a su pretensión. Como abogado que soy, sin ejercicio, me puedo permitir la inversión. Si la declaración de ausencia tiene como sujeto a la persona humana, ahora lo violento con toda la certeza de mi pretensión, ¡la mía! No existe un solo espacio en la ciudad, arquitectónico en vida o ya fallecido, que no incluya a la persona humana. Para mí, cada reliquia que existe aún, o ha fallecido en derrumbe, nada es sin la persona.

Son las personas las que las hacen vivas e inmortales. La locomoción, el vivir, sus desgracias y sudores, sus temores -como ahora los míos- y angustias en el existir, lo que les otorga toda su magia a cada una de las señales que me llegan. Me tocan, me taladran. Me inspiran esas locaciones porque una vez atrajeron gente con la más tierna humildad. Permitieron el paso de la gente, hacer uso de sus tendones de concreto, acariciar sus mármoles, ocupar sus butacas, agradecer las palabras de amor. Una vez firme la sentencia en el contencioso, el siguiente paso es la resurrección. Y la «declaración de ausencia», prueba de que existió, prueba de su exterminio.

Gente

Pero la «declaración de ausencia» presupone una pérdida, el doloroso desaparecer. Hay cosas en la ciudad que se perdieron para siempre y esa resurrección es como un deber inexcusable. El submarino hundido, en un punto que me reservo, a pesar de que en superficie y en sumersión de ataque hizo estragos contra la vida, ahora es un pecio. En comparación con la ciudad que amo, ha corrido mejor suerte.

Inspira tranquilidad y el pecio una suerte de campo santo en donde nacen y viven en armonía sus amigos flora y fauna. Está ahí, congelado en el tiempo, para nada solo, resguardado en los colores azulosos de la profundidad. Una negación rotunda de las oscuridades herméticas en que gustan de preservarse algunos muertos, que consideran un derecho continuar molestándonos, y destruyendo la ciudad.

En cada locación que me inspira, son los cuerpos de la gente lo que las hace eternas. Ellas en interacción con las fachadas, y en los lugares ocio, sexo, de música, llanto. De ellas y su acontecer ha nacido mi novela «Mar de cenizas». He debido resucitar gente de 1953 y me he visto forzado a darles vida en un contexto arquitectónico que ha desaparecido, con pocas huellas para iniciar una pesquisa. Una plaza del ingeniero Albear con una fuente para calmar la sed del eterno trabajador, un Paseo del Prado con música, helado de anón, tragos de Bacardí o whisky. O submarinos hundidos o en una superficie aún descocida, pero que siempre será la resurrección de un mar de cenizas.

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