La Habana se oscurece, un golpe en las noches por falta de fluído eléctrico, y otra serie de golpes que nunca sabes de dónde vienen y con qué intensidad te atacan. El paseante solitario, el caminante obligado, el romántico de las noches, mujer apurada por llegar a su casa para con suerte encender el fogón, son objetivos de los golpes. La Habana negra con sus edificios decimonónicos, paredes dieciochescas, rejas oxidadas con sabor a salitre, y siglos envejecidos en el olvido, es, hoy, una tierra en sobresaltos.
Los golpes y su patria potestad
Los golpes están sometidos a la patria potestad de la Violencia con su despreciado cónyuge, Asesinato, y sus encumbrados apellidos, Intimidación, Robo, Hurto, Asalto. Y hasta con un hijo pródigo que regresa a los brazos torcidos de la desesperación, la deshumanización y la escasez, y se llama Inflación. Este hijo pródigo no cae en los brazos del padre según la insuperable pintura de Rembrandt van Rijn en busca de consuelo. Al fin el genio holandés trataba a la humanidad con rebosante simpatía. La simpatía, por acá, está de luto. Vive en las pantallas y en la escenografía plástica y falsa de los guiones oficiales y los libretos bien filtrados por los manipuladores. Y estos, de tontos y torpes, nuca tuvieron una cana.
No es el derrochador, sino que, haciendo honores a su nombre, derrocha los bolsillos de los otros en una economía en crisis, y en unos barbechos desolados. Inflación, nuestro nuevo holandés, en vez de llorar, asesina al padre. Lo mata a sangre fría, le roba la bolsa, levantándose con alevosía del jergón que su progenitor le brindó para que descanse su cuerpo estropeado. A la tibia luz de un candil, la sagre caliente del padre echa a la vida, sus últimos estertores.
Es el territorio propicio para que la novela negra se expanda en ese dolor de la ciudad que amo. Si es que tengo deseos y no me vence la abulia, el desosiego, y cierta repulsión a poner sobre letras los cuentos que se escriben ellos mismos. Sin necesidad de una mente creativa, en los más escabrosos vericuetos y retorcidos cambios de ritmo y escenarios en busca de la letanía de siempre: ¡ritmo y más ritmo, para atrapar al lector por la garganta! Ya esto, hasta me da escalofríos. Ya esto, más que «clase magistral o consejo único y práctico», me provoca asfixia.
Entre dejarlo o seguir, a mitad del camino
Es una encrucijada: o lo haces y te comes la bilis en ello, o no, o puedes vivir tras la falsa tapia de la seguridad. Pero en cualquier caso, me quedo a mitad del camino. El exceso de bilis incomoda y te puede matar, la tapia puede caer o ser asaltada en un robo en vivienda habitada, y el camino está oscuro. Para mayor complejidad, el candil no tiene aceite, que está a precio de oro. La Habana de rumberos y carros antiguos, marcas con pedigrí, y sones en remembranza al genio tríptico de Matamoros, parece metida en una fiesta negra. Negritud de inseguridad y tensión social.
Sacas la nariz y con un empujón de voluntad el cuerpo y te metes de lleno en una calle-corredor donde hay de todo: jineteras en busca de la mejor oferta, proxenetas con pinta de Vico C en sus sagrados momentos. Carteristas, limosneros, carretilleros sin mercancía identificando dónde está el «pájaro azul» (el fiana-policial), borrachos en desnivel, y viejos caídos junto a la zanja que se abrió camino por años en busca de territorios bajos y pestilentes. Y niños, los más golpeados por el pródigo al revés que nada sabe de Rembrandt van Rijn, y que he dado en llamar señor Inflación, luchando su futuro incierto.
Una fiesta negra con ritmo de trompeta y guitarra con termitas, olores en mixtura: grajo, Paco Rabanne, vodka y Jack Daniel’s, «el de la botella bonitilla», dicen los protectores, siempre bona fide, de la puta criolla. «La zona roja» tiene color verde óxido y contrario a Sankt Pauli en Hamburgo, no tiene fronteras y nada de cultura. La cultura rechaza el verde óxido y cuando replica, sus historias parecen cuentos de hadas hablando en jerga. Pero la muerte, también está allí.
La pregunta de Samuel Fuller, padre influyente de Scorsese y el talentoso Quentin Tarantino: «qué es lo que hace que un ser humano, mate a otro ser humano», no tiene en sí misma respuesta. Es una incógnita ancestral, dura y maldita que se extiende en la vieja Habana de mi juventud, y que no sé desprenderme de ella. Y todavía un superdotado con ínfulas de escritor de bests-sellers dice que eso es realismo mágico en corceles de lo real maravilloso.
Hoy estoy pesimista. Sí, territorialmente pesimista. El asesinato a machetazos de una familia: padre, esposa e hijo, en su propia casa (el asesino había ultimado antes al padre) en Cidra, un pueblo de Matanzas, acaba de darme un golpe fuerte, descomunal. Con toda la alevosía de mis sueños oscuros y esa obsesiva condición de imaginar cómo fueron los hechos. Para otorgarme cierta tranquilidad espiritual, la policía desplegó un operativo y detuvo al asesino en la provincia Mayabeque, en playa Jibacoa, al Norte de la provincia. Por donde, presuntamente, iba a escapar hacia el Norte más apetecido el ex miembro de las F.A.R. ¿Mañana será otro día para resetear mi disco duro biológico? Mañana es hoy, y puede que el barrunto anterior sea otro orificio negro hacia la infinita desilusión.
Ω
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